Él había tocado la puerta, la
escena vista desde el panóptico coincidía con el acto de cualquier novela que
insta a las damiselas a soñar con príncipes y finales felices.
Ella no esperaba, había aprendido
de la racionalidad que los finales felices son una especie de consuelo para no
decaer en la insoportable levedad de ser.
Ambos coincidan en espacio,
tiempo y química. Él un guerrerista, su rutina se balanceaba entre la colección
de armas y fieles reuniones a clubes de tiro, anarquista, economista de la
palabra, aficionado y practicante del
humor negro, una estatura fatua,
ceño fruncido y pulcritud de expresiones.
Ella defensora de las causas perdidas, abogada y presidente de una
asociación de ayudas a víctimas del conflicto, cándida, sonrisa sublime,
elocuente, racional, menuda, delicada, lectora consagrada y simple.
La puerta los había conectado;
ambos fueron presos de la energía del otro, la conexión fue la entrada ella
salía y el entraba pero el tiempo se detuvo en esa mirada. Si alguno hablara y
conociese la realidad del otro ese momento sublime perecería en el instante.
¿Cuál es la mezcla de los amores
posibles?, si el equilibrio de la paz y la guerra las humanidades aún no lo
encuentran, ¿Cómo mantenerlo dentro de la magia de los que se encuentran
presos?
Las moiras en su nacimiento
habían determinado que la guerra llegaba a la paz a través de la palabra
conciliadora.
Ella absorta en tal sortilegio y
en el umbral le pregunto
-¿Es usted también admirador de
Hemingway?
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